Por: Leonardo Chaurio
La existencia misma de China es una quimera. Se considera fundada por deidades como Huangdi, o Emperador amarillo, y la visión de sí misma en el mundo ha sido siempre la de ser el mundo mismo, y su emperador el gobernante celestial que rige todo aquello que existe debajo del cielo.
Esta perspectiva etnocéntrica derivó en la consideración de que las civilizaciones que la rodeaban eran inferiores o bárbaras, similar al adjetivo empleado por el Imperio Romano para referirse a los pueblos germánicos y demás pueblos que no hubieran de incorporarse al Imperio o los musulmanes durante su expansión a través de la Península Arábica, Europa y Asia, sobre las comunidades que no seguían la palabra de Alá y su profeta.
Este poder globalizante tuvo un punto de expansión y otro de retroceso. Entonces apareció Occidente y definió el mundo moderno con las potencias europeas delineando el equilibrio de poder, primero con Westfalia y luego con el Congreso de Viena. La China erigida como centro del Universo quedó atrás y con su grandeza olvidada, merced de su derrota durante las dos guerras del Opio, la guerra civil, la desintegración de la Dinastía Qing con su último emperador convertido en jardinero y camarada del partido comunista de China. Toda esta serie de anécdotas claramente deprimentes conllevaron a que un territorio que, en otros tiempos se acuñó el apodo de centro del mundo, perdiera su trascendencia histórica y se hubiera convertido en otro Estado Fallido más… hasta el final del siglo XX.
Ahora, con el posicionamiento de China como economía global, gracias a su uso y abuso de mano de obra sin ningún tipo de garantía laboral y con salarios irrisorios, fue capaz de convertirse en la fabrica del mundo al volverse atractiva para el sector privado y de volver a presentarse como un agente decisor en el escenario político. Un totalitarismo, como ese que erigió Hitler, pero agradable a los intereses de actores económicos y políticos en derredor del planeta, que hace uso y saca provecho de los nexos establecidos alrededor del globo.
Es así que con tal influencia, es evidente que sus fechorías hayan y signa pasando desapercibidas. No solo la represión en Hong Kong, tampoco la limpieza étnica en contra de los musulmanes del este, mucho menos la inexistencia de cualquier clase de libertad de expresión, sino solo la obediencia al régimen presidido por el Partido Comunista y su líder, Xi Jinping. Ahora, ¿Qué tiene que ver la nueva pandemia que azota al mundo con todo esto?
En primer lugar, quienes advirtieron sobre ella fueron silenciados y finalmente murieron, para luego expandirse a través del planeta y generar miles de muertos hasta el día de hoy y provocando una cuarentena en docenas de países y la paralización de la economía global.
A tales efectos, ¿qué se ha dicho? Nada. El equilibrio de Poder garantiza que el gobierno de Pekín no sea juzgado y mucho menos cuestionado, pues son los nexos políticos y económicos generados por un país que desde su origen ambiciono definir el orden global lo que le permitió evitar ser señalado como el único culpable de semejante situación. Y es que el COVID-19 ya no es solo un tema de salud pública, es un reflejo de que no importa los errores cometidos por el Emperador, pues en tanto todo lo que yace debajo del cielo le pertenece, nos resulta prohibido el cuestionarlo su voluntad.