Por: Luis Briceño
En el medio político es ampliamente conocida la expresión “el poder desgasta”. Sin embargo, quienes están en poder pueden sentirse más identificados con el viraje que con cierta astucia le daba el ex Primer Ministro italiano Giulio Andreotti a la misma frase:
“El poder desgasta… al que no lo tiene”
En efecto, el ejercicio de gobierno supone enormes ventajas para cualquier actor político, lo que explica la búsqueda, por ejemplo, de reeditar la victoria en procesos electorales. No obstante, ¿Qué ocurre cuando la tentación de usar el poder resulta en desviaciones que supone enormes complicaciones para la democracia? Este no deja de ser un tema de especial atención cuando observamos que la actual pandemia del COVID-19 ha servido de excusa para ciertas acciones por parte de algunos mandatarios, revitalizando el clásico pulso entre autoritarismo y democracia.
Casos como el de Rodrigo Duterte ordenando disparar a matar a quienes violen la cuarentena en Filipinas, Viktor Orban gobernando con decretos indefinidamente, los cientos de abusos policiales en el Salvador de Nayib Bukele y la confrontación entre Ttrump y los gobernadores de estados y su declaración: “yo soy la autoridad” como una suerte de L’État, c’est moi (El Estado soy yo) moderno, supone que la pandemia les cayó como anillo al dedo para acumular poder.
Ahora bien, tampoco deja de ser alarmante que en tiempos donde las propuestas de vigilancias y los métodos autoritarios de control social y político han alcanzado mayor relieve, se ha acrecentado el otorgamiento de poderes especiales para el manejo del presupuesto. Casos como del mismo Duterte, quien recibió poderes especiales para, entre otras cosas, manejar 4.000 millones de dólares, se le suma la pretensión de López Obrador de manejar discrecionalmente el presupuesto sin el aval parlamentario. Sin dejar de mencionar el caso venezolano, donde la opacidad y el hermetismo en el tema presupuestario no permiten que se rinda cuenta de los recursos financieros invertidos para superar la pandemia, suponiendo un enorme reto para la transparencia y rendición de cuentas.
Las dimensiones de la pandemia obligan a los gobiernos a buscar recursos económicos para paliar la crisis y ser utilizados de manera rápida y efectiva. Y con ello, siempre existe un enorme riesgo de uso indebido de estos fondos. ¿A qué se debe esto? La presión por gastar con el objetivo de aliviar situaciones de crisis por emergencias conlleva a reducción de controles, amplía la discrecionalidad en las decisiones de gasto, genera más oportunidades de colusión entre empresas, e incentiva a que se otorguen sobornos a cambio del pago de precios inflados, entre otras prebendas (BID,; 2020).
Datos como la Encuesta de Presupuesto Abierto (Open Budget Survey, OBS 2019) del International Budget Partnership muestra que, de los 117 gobiernos evaluados, 4 de cada 5 no alcanzaron el umbral mínimo de transparencia y supervisión presupuestaria adecuada, entre ellos Venezuela. Por ende, el buen manejo de los recursos y en especial, en la actual coyuntura devenida por la pandemia, resulta en una tarea apremiante por parte de las instancias gubernamentales para un uso efectivo de los mismos.
Con este escenario , a través del Gobierno Abierto, la transparencia, la rendición de cuentas y la participación ciudadana tienen un rol central, a través del Gobierno Abierto, especialmente cuando los ciudadanos pueden acceder a información de calidad y actualizada sobre el ciclo de vida de los recursos, se garantiza la preservación de lo público y la generación de confianza entre el gobierno y los ciudadanos. En efecto, cuando hablamos de Gobierno Abierto, nos referimos justamente a un gobierno que abre la posibilidad para conversar e interactuar con los ciudadanos, y cuando toma decisiones lo hace basado en las necesidades y preferencias de estos (Calderón y Lorenzo citado por Gascó; 2014).
En líneas generales, si la sociedad moderna desea ser verdaderamente democrática, participativa, colaborativa y transparente, el Gobierno Abierto debe constituirse en un objetivo elemental de la primera. Esto es así porque esta propuesta está orientada a modificar la relación entre gobierno/administración y ciudadanía, lo que se traduce en un alto grado de procesos reformadores, cuyo énfasis ya no está centrado exclusivamente en la caja negra de los gobiernos (mecanismos, herramientas, roles y procesos que estos usan) sino que va más allá de los mismos, considera al ciudadano y sus beneficios, implicando por ende no solo “la transformación de los gobiernos sino también de los ciudadanos” (Martínez; 2012) y la consecuente transformación de la relación que existe entre estos.
Con esto, vemos que la necesidad de esta apertura apuntala la confianza entre el gobierno y los ciudadanos, de modo que los segundos puedan tener la certeza de quée está haciendo el gobierno, cómo lo hacen y con qué lo hacen. Esto es tal como la plantea la OCDE (2005); un Gobierno Abierto permitirá que las empresas, las organizaciones de la sociedad civil y los ciudadanos puedan “saber cosas” (obtener información relevante y comprensible), “conseguir cosas” (obtener servicios y realizar transacciones desde y con el gobierno), y “crear cosas” (participar en el proceso de toma de decisiones).
Sobre nuestro contexto, el caso venezolano en particular permite observar como antes de la llegada de la pandemia por COVID-19, ya el país estaba sumergido en una crisis humanitaria compleja, precisamente por un gobierno que ha fortalecido su permanencia en el poder con el resultado de una erogación multimillonaria para los servicios a causa de la Gran Corrupción. La opacidad hecha ley en el país supone un obstáculo para la estabilización y el desarrollo nacional de Venezuela, la cual está siendo golpeada inclementemente por esta pandemia, la cual dejó en evidencia los enormes problemas estructurales del país.
Por ende, aunque sea un reto para la gestión pública desde cualquier nivel cumplir con los estándares internacionales de transparencia, rendición de cuentas y participación ciudadana, la implementación del Gobierno Abierto permitirá resolver problemas económicos y sociales, tanto estructurales como coyunturales, de manera responsable y con el esfuerzo de todos, mejorando las oportunidades de que los recursos lleguen a quienes tienen que llegar y se cumplan con los objetivos de recuperación económica y desarrollo social.