Uno de los aspectos que ha caracterizado a Donald Trump a lo largo de su mandato, incluso desde su campaña presidencial, ha sido esa ferviente necesidad de atacar o calificar como enemigo a todo aquel o aquello que no se ajuste a sus preferencias, que no “baile a su ritmo”. La semana pasada puso a la orden del día una nueva hazaña que ha dado mucho de qué hablar, pues existen implicaciones que dificultan posicionar análisis con respecto a ello.
El presidente de Estados Unidos firmó una orden ejecutiva que exhorta, mediante la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) la revisión de prácticas y protecciones legales de las redes sociales, en relación a la sección 230 de la Ley de Decencia de las Comunicaciones aprobada en 1996; y amparándose en la Primera Enmienda de la Constitución, la cual defiende la libertad de expresión. De esta manera, buscaría eliminar algunas formas de inmunidad jurídica de tales empresas sobre el contenido publicado por los usuarios en la plataforma.
Esta ofensiva por parte del mandatario está enfocada principalmente en Twitter, puesto que dicha decisión proviene de allí. El clímax llegó luego de que la red social recurriera a colocar una advertencia debajo de un par de sus tweets “incendiarios”, como usualmente lo hace. El primero fue calificado de “información potencialmente engañosa” por realizar acusaciones de posible fraude electoral ante la modalidad de voto por correo; el segundo fue marcado por “glorificar la violencia” luego de escribir textualmente: “Cuando comienza el saqueo, comienzan los disparos” ante el caos descontrolado suscitado en Minneapolis trás el asesinato del afroamericano George Floyd a manos de la policía.
Las redes sociales, ¿plataformas o editoriales?
Es necesario tener en cuenta que redes sociales como Twitter o Facebook son consideradas plataformas digitales donde los usuarios pueden expresarse libremente bajo su propia responsabilidad, mientras que medios editoriales como The Washington Post o The New York Times son medios editoriales poseen toda la responsabilidad sobre la información difundida y publicada por sus periodistas, redactores y editores.
En teoría, lo que pretende la orden ejecutiva es determinar si las intervenciones, etiquetados o ediciones realizadas por las redes sociales son objeto suficiente de anulación de la protección legal bajo dicha sección. La sección 230 de la Ley de Decencia de Comunicaciones señala que “ningún proveedor o usuario de un servicio interactivo por computadora deberá ser tratado como el editor o portavoz de cualquier información provista por cualquier otro proveedor de contenido”. Es decir, Twitter no puede ser tratado como un editor por la información difundida por cualquier usuario de la plataforma. El argumento de Trump recae en el hecho de que al establecerse cualquier tipo de censura o control de contenido, Twitter estaría actuando más como un medio editorial que como una plataforma.
En un supuesto, de considerarse como válido el argumento del presidente, las plataformas se convertirían en responsables absolutas de todo el contenido que sea expresado, publicado o difundido allí. Es decir, un usuario que promoviera la violencia, el acoso o la difamación premeditada sobre otro, estaría exento de responsabilidad, ya que las denuncias posteriores irían contra la red social por “permitirlo”. Un escenario como ese resultaría perjudicial para estas empresas y una arremetida indirecta contra la propiedad privada; sin embargo, es más que evidente el efecto disuasorio que busca Trump con respecto a ellas. Veamos por qué.
El Estado vs la información libre: Algunas crónicas autoritarias
Es cierto que varios legisladores demócratas y republicanos han intentado poner en discusión la controversial sección 230 a través de los años, aunque atribuyéndose a otras razones; también es cierto que, en enero de este año, el actual candidato a la presidencia por el partido demócrata, Joe Biden, hizo mención de revocar exactamente la misma sección de la ley, ya que las plataformas “propagaban las noticias falsas”. Sea Biden o sea Trump, siempre que una iniciativa de intromisión legal sobre la potestad soberana de cualquier tipo de contenido provenga desde el Estado, es merecedora de vigilancia y cuestionamiento. Acá algunos ejemplos que explican este punto en concreto:
El ex presidente de Venezuela, Hugo Chávez, posicionó contenido informativo a su favor desde su llegada al poder en 1999; consideraba que los medios eran de carácter burgués y censuraban las demandas e intereses del pueblo, por lo que era necesario regular algunas condiciones. En noviembre de 2004, la Asamblea Nacional aprobó la conocida Ley Resorte (Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión), otorgándose así un gran poder sobre los medios y la información libre. Esto le permitió censurar, regular y mantener a raya cualquier tipo divulgación informativa crítica. Las estadísticas relacionadas a la Organización Freedom House en relación al ranking mundial de países con libertad de prensa señalaban que para el 2014, a diez años de vida de la ley, Venezuela había retrocedido diez puestos en la lista.
A su vez, Rafael Correa hizo lo propio en Ecuador, con su conocida “Revolución Ciudadana” calificando a los medios de “graves enemigos políticos que hay que derrotar” impuso la Ley Orgánica de Comunicación, aprobada en junio de 2013. Sus pleitos multimillonarios por difamación y el encarcelamiento de periodistas acusados de este delito tuvo un potente efecto disuasorio en los medios. Un año después, en el índice de Freedom House, se había casi duplicado la pérdida de libertad informativa.
Un tercer caso es el de Cristina Kirchner en Argentina. Su constante confrontación retórica con los medios de noticias disidentes acabó cuando en octubre de 2009 el Congreso aprobó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Su meta era aglomerar a su favor la mayor cantidad de medios oficialistas a través de asignaciones discrecionales de la pauta publicitaria e inversiones y compras de canales, periódicos, etc. de funcionarios cercanos a su gobierno.
Estos tres casos latinoamericanos permiten ilustrar, guardando las distancias entre tales mandatarios con Trump y con las circunstancias del caso que aquí expongo, algunos elementos fundamentales que, de una u otra forma, manifiestan ciertas pretensiones autoritarias. Es decir, los gobiernos que menos intervienen en legislaciones relacionadas a la libertad de expresión, de prensa o de información, son los que resultan más respetuosos de este principio democrático básico. Resulta curioso que los mayores actos contra la libertad de expresión vienen, casi siempre, en nombre de la libertad de expresión. Se construye una narrativa atractiva; un enemigo interno o externo que nos amenaza y hay que hacerle frente; una agenda impuesta por ciertos grupos. La alarma del autoritarismo se enciende.
Hay un trasfondo fundamental en las acciones llevadas por Trump contra las redes sociales, especialmente Twitter, la cual es y ha sido una carta fundamental en su manejo comunicacional desde su incursión en la política. Trump ha asegurado que muchas de estas plataformas informativas no son “neutrales” sino que toman “decisiones editoriales” para “interferir en las elecciones del 2020”. Al firmar el decreto señaló que “tienen un poder ilimitado para censurar, restringir, editar, dar forma, ocultar y alterar casi cualquier comunicación entre ciudadanos”. Estos argumentos serían válidos, de cierta manera, si el repertorio del presidente ante la opinión crítica y las distintas formas de pensamiento fuese blanco y suave como la seda, pero no es el caso.
Para resumir un poco, desde su llegada a la Casa Blanca, Trump calificó a los medios de comunicación como “enemigos del pueblo americano”. Sus constantes ataques retóricos contra la prensa crítica como The New York Times y CNN, así como intenciones de censura a críticos de toda índole, dejan a entrever su carácter y su percepción del poder. También, ha hecho amenazas públicamente a canales como NBC en favor de retirarles la licencia, algo de familiar tiene eso si cambiamos esas siglas por RCTV, pero eso ya es otro tema. Según lo que apuntan Levitsky y Ziblatt en su libro “Cómo mueren las democracias”, el mandatario quiso desde un primer momento “ampliar las leyes de libelo y difamación” y así llevar a cabo intentos de censura a sus críticos. Todas esas medidas han quedado en nada. Muchas intenciones pero sin capitalización producto de la fortaleza institucional; en definitiva, buscaron el famoso recurso disuasorio. Un hecho interesante recae en que el presidente norteamericano condene la difusión de noticias presuntuosas o falsas cuando ha sido un gran beneficiado de las mismas, sobre todo en su pasada campaña presidencial.
Una vez recalqué una frase de la cual no recuerdo autoría, pero decía que “la mentira no puede hacer caso omiso a la verdad”. En el caso de la guerra de Trump contra Twitter, “el discurso no puede hacer caso omiso al enemigo”. Todo el discurso retórico de Trump obedece a un augurio electoralista que permita seguir siendo adherible a su causa de reelección. Pues, puede solidificar sus bases de seguidores más fieles mientras busca disuadir a plataformas digitales; de no conseguirlo (lo más probable, ya que la revisión de la ley de 1996 depende del congreso) acrecienta la polarización tan beneficiosa para él y su campaña.
Estas acciones no buscarían precisamente como fin la desarticulación de la agenda “progresista” o “izquierdista” de Twitter, sino todo lo contrario; a sabiendas de su muy poca probabilidad de éxito, que se mantenga la misma estructura hace que simbólicamente tengan efecto. Si se elimina al enemigo, el discurso también desaparece.
La paradoja: libertad de expresión y propiedad privada
El asunto acá expuesto ha dejado también un conflicto de perspectivas en torno al pensamiento liberal. Por un lado, está la libertad de expresión de Trump y de todos los usuarios de las redes sociales, cuyas publicaciones han sido eliminados o puestos en duda por estas empresas. Éstos infieren que la Primera Enmienda Constitucional es suficiente para aprobar dicho decreto; sin embargo, esta enmienda solo actúa de forma que el Estado no pueda interferir en la libertad de expresión, no hay ningún señalamiento de norma sobre la propiedad privada. Por el otro lado, están los dueños de tales empresas con soberanía plena en hacer cumplir sus propias normas y políticas; sostienen que el poder del Estado no puede ser usado para entrometerse en el manejo privado de su propiedad, así como ningún usuario ajeno a las mismas, ya que no existe un marco legal que lo regule.
Esta paradoja pareciera no tener una respuesta contundente, empero, es menester valorar a cada una para inclinar posición. ¿Qué derecho tiene más valor: la propiedad o la libertad de expresión? Desde el pensamiento liberal, la respuesta es clara: todos los derechos humanos están intrínsecamente ligados al derecho de propiedad, de una u otra forma, partiendo desde nuestra propia vida; los derechos de propiedad privada son indisolubles. Si es así, el derecho a la libre expresión queda limitada, puesto que existen implicaciones de propiedad, no porque la expresión sea confiable, falsa o difamatoria. Dicho de otra forma, la libertad de expresión acaba donde se invade propiedad privada; somos libres de aceptar los términos y condiciones, exactamente como todos aceptamos los de Twitter o Facebook sin leerlos, cabe acotar.
Además, las experiencias a lo largo de los años han dejado claro que aquellos Estados que pretenden establecer patrones de conducta y divulgación, intentan intervenir en cada esfera de poder posible. Igualmente, se ha visto como el mercado ha impulsado y enterrado empresas de todos los tamaños, formas y colores ante la progresiva eficiencia empresarial. Lo más probable es que empresas como Twitter perezcan, pero el Estado permanecerá (no hay muchos indicios de lo contrario). Toca decidir con prudencia a quien otorgarle más cuotas.
Consideraciones finales
Indudablemente, el hecho de pensar que compañías privadas tengan la responsabilidad en la filtración de nuestros mensajes genera suspicacias. Ahora bien, pretender que esta función sea ejercida por un gobierno es también peligroso, sólo hay que recordar los ministerios de la verdad. Considero necesario, por tanto, repensar la idea acerca de la densidad informativa que permita identificar las noticias falsas o mensajes que violen los términos de las plataformas. Sociedades sin confianza y seguridad, democracias frágiles que emprenden la búsqueda de la verdad; pero, ¿quién puede ser el árbitro de la verdad?
Por: José Linares. @10joseg